Portugal siempre estuvo entre los países europeos de menor consumo
de drogas ilícitas. Pero en las décadas de 1980 y 1990 era lo contrario, en
especial se consumía heroína. Una ley adoptada en 2001 por este país católico y
conservador quitó el carácter de delito penal al consumo de drogas y logró
reducir esa tendencia, eliminando de paso un gran obstáculo para que los
adictos se animasen a solicitar tratamiento.
La prevalencia del consumo de heroína en la franja de 16 a 18 años
cayó del 2,5 por ciento en 1999 al 1,8 por ciento en 2005, según el estudio“Drug
Decriminalization in Portugal ; Lessons for Creating Fair and Sucessful Drug
Policies”(Despenalización de
drogas en Portugal; lecciones para crear políticas justas y exitosas),
publicado por The Cato Institute en 2009.
Además, la prevalencia del uso de cualquier sustancia ilícita entre
los jóvenes de 15 a 19 años se redujo del 10,8 por ciento al 8,6 por ciento
entre 2001 y 2007, según dos grandes encuestas realizadas sobre el tema.
Pero la despenalización es parte de un conjunto de políticas, tanto
en la reducción de la oferta, como en la de la demanda, que incluye medidas de
prevención, de tratamiento, de reducción de daños y de reinserción social, nos
dice el médico João Augusto Castel-Branco Goulão, arquitecto de la reforma
portuguesa y presidente del Instituto da Droga e da Toxicodependencia.
Quizá el mayor avance se observa en los daños asociados a la
toxicomanía, como los contagios de VIH/sida. En 2000, de todos los nuevos casos
de VIH (virus de inmunodeficiencia humana), el contagio por uso de drogas
inyectables constituía el 52 por ciento. En 2009 había caído hasta el 16 por
ciento.
En ese logro jugaron las medidas de reducción de daños, como el
reparto de jeringas y agujas limpias, agua destilada, gasa y preservativos a
los usuarios de heroína que, para obtener un paquete nuevo, deben devolver los
materiales usados.
«Portugal ofreció al mundo un poderoso ejemplo de cómo una política
nacional de droga puede funcionar en beneficio de todos», sostiene Kasia Malinowska-Sempruch,
directora del Global
Drug Policy Program de Open Foundations en el prólogo de otra investigación publicada en junio
de 2011, que atestigua la misma tendencia.
En noviembre se conocerán los resultados de un estudio mayor sobre
las drogas en la población general, dice Goulão. La reforma no legalizó el
consumo. Pero este dejó de ser un delito penal, castigado con prisión y
registrado en el prontuario policial.
Es apenas una infracción, objeto de multa en tribunales
administrativos (comisiones para la disuasión de la toxicomanía), con autoridad
para aplicar esas sanciones y para analizar los casos bajo una óptica de salud
para el ciudadano consumidor.
Se distingue la infracción del delito por la cantidad de droga que
posea la persona, fijada en el equivalente a 10 días de consumo para todas las
sustancias, desde el cannabis hasta la heroína o el LSD (ácido lisérgico). «Las
medidas punitivas por sí solas, por más duras que sean, no son capaces de
reducir los consumos», dijo el exmandatario brasileño Fernando Henrique Cardoso
(1995-2003), en una visita a Lisboa en 2011, en su condición de presidente de
la Comisión Mundial sobre Políticas de Drogas.
El camino de Portugal es encomiable por «su carácter innovador, su
alcance y (por) la consistencia de la política nacional en un país de arraigada
tradición conservadora», dijo Cardoso. Dos años antes, Portugal había comenzado
a ser citado como ejemplo cuando el estadounidense The Cato Institute calificó
su experiencia de «éxito rutilante».
Es que el mundo busca alternativas a la fallida guerra a las drogas,
cristalizada con el primer instrumento internacional en la materia, la
Convencion Unica de 1961
sobre Estupefacientes
Extinguido el temor de un procesamiento por posesión de
estupefacientes, cientos de personas, en especial jóvenes, optan por acceder a
la red de atención creada en el marco de la misma reforma legal, en
instituciones estatales o privadas.
Tratamiento privado
Entre los usuarios de drogas inyectables que acuden al tratamiento,
el porcentaje de los que habían consumido en el mes anterior a la primera
consulta cayó del 28 por ciento en 2003 a solo el siete por ciento en 2010.
En la clínica privada Creta, ubicada en una mansión restaurada en la
comarca de Cascáis, aledaña a Lisboa, su directora terapéutica, Claudia Santos,
asegura que «nuestro índice de éxito ha aumentado en los últimos años», sobre
todo por el acompañamiento posterior a la terapia, que se prolonga hasta nueve
meses, mientras que solo permanecen dos semanas internados.
Entre el 60 y el 70 por ciento de los que reciben tratamiento no
reinciden ni una vez en el año siguiente, asevera. En Creta no se emplea la
sustitución de drogas por otras sustancias, como la metadona, sino que «optamos
por la abstinencia total», nos dice la psicóloga Santos.
Se aplican además programas para desempleados, «que continúan
visitándonos y participando en actividades». «Esta triangulación de terapia
individual, seguimiento y reuniones colectivas ha sido un éxito, ya que las
personas no sienten que han hecho una cura y después son arrojadas a la vida».
Esperanza perdida
En Bairro Alto, sector bohemio del centro de Lisboa, y en Casal
Ventoso, hace una década el mayor supermercado de drogas a cielo abierto de
toda Europa, aún deambulan toxicómanos. Y la crisis económica podría engrosar
otra vez sus filas.
Dos de ellos, de entre 35 y 40 años, aceptaron contarnos sus
experiencias a condición de no ser identificados ni fotografiados.
«Carlos», un joven mecánico de automóviles, había dejado la cocaína
hace más de una década, «pero hace un año, cuando en el taller redujeron
personal debido a la crisis, fui el primer despedido, algo que ha ocurrido a
varios viejos compañeros de ruta que se habían rehabilitado». «Estamos en
primera línea en la pérdida de empleos», enfatiza.
Con la vida así trastocada, «comencé a hundirme en la oscuridad, sin
deseos de ver ni hablar con nadie, y mis noches eran de desvelo o pesadillas.
Aguanté menos de dos meses y volví a Casal Ventoso». Casi todo el subsidio de
desempleo «lo he consumido en drogas, ignorando lo que me pueda pasar en el
futuro. ¿Qué puede ser peor? Solo perder la vida, porque el resto ya lo he
perdido: amigos, casa, familia, y se me acaba el subsidio, por lo tanto, el
dinero», concluye.
Agostinho, que aceptó dar su verdadero nombre de pila, es un viejo
amigo de Carlos, al que había encontrado por última vez hace ocho años, «porque
él no quería caminar en malas compañías», ironiza con una amplia sonrisa
mientras lo señala con el dedo. «Empecé hace 10 años un tratamiento con
metadona, pero después de seis meses no me dio resultado y no me quedó otra
(alternativa) que seguir haciendo esta vida», dice.
Consume «cualquier cosa que consiga a buen precio». Sobrevive de las
propinas que le dan los automovilistas en busca de un lugar para estacionar en
el centro de la congestionada Lisboa. Aunque la ley no permite a la policía
arrestar a los usuarios de drogas, «continúan tratándonos mal, porque para
ellos, los aparcacoches somos toxicómanos y, por lo tanto, peligrosos
criminales».
Pero las estadísticas muestran que los hurtos y robos cometidos por
usuarios de drogas y para la adquisición de sustancias no han crecido. Al
contrario, el país registra incluso un descenso en varios tipos de delitos,
pese a la recesión económica que vive.
Todo lo que Agostinho gana «va derechito para la droga y no basta,
por lo que por las noches voy a casa de mi madre viuda, me da algo de comer y,
por qué no confesarlo, a veces le 'levanto' algún dinero que tiene guardado o
algún objeto para vender», dice. «Ella lo sabe y lo acepta. Después de todo, yo
soy lo único que le queda en esta vida».
Por Mario Queiroz
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