

La drogadicción, como el alcoholismo, es básicamente un problema social y de salud pública. Y los viciosos no son un ejército en pie de lucha, son simplemente unos enfermos a quienes han querido “curar” a punta de cárcel y metralla.
Y aunque este no es lo que pudiéramos llamar el problema social de nuestro tiempo, como sí lo son el hambre, la pobreza y la desigualdad, no cabe duda de que los ingentes recursos económicos, técnicos y militares que se derrochan en ella, están distrayendo los esfuerzos que la potencia del Norte debería encausar hacía soluciones que mejoren las condiciones de vida de los pueblos menos favorecidos del planeta.

A diferencia de lo que ya esbocé en otras oportunidades, ahora intentaré ceñir mi opinión a unas razones muy concretas para insistir en la urgencia de que la legalización de las drogas se convierta en una realidad impostergable o, al menos, en el punto de partida del debate sobre la manera de confrontar su peligro, partiendo de la conciencia, ya casi generalizada, de que hay que hacer algo, ya, para sobreponernos al temor de que si dejamos de lado una guerra frontal, sangrienta y depredadora contra el hombre y el medio ambiente, como lo es esta, estaríamos cediendo terreno para que esta peste moderna termine por liquidar a nuestra sociedad, idiotizándola, enfermándola y finalmente matándola.
Veamos pues, uno a uno, varios de los argumentos que me han llevado a concluir que únicamente con su legalización podemos superar sus desastrosos efectos:

Como prohibición de una elección personal que es, se vuelve restrictiva y por ende atentatoria de las libertades individuales. Anticipo que lo digo en términos filosóficos antes de que me lluevan cursis refutaciones.
Los inestimables recursos económicos destinados para combatir la producción, el tráfico y el consumo bien podrían trasladarse a la inversión social y a la lucha contra la criminalidad.
El lucro excesivo de su negocio necesariamente se vendría a pique.
Su producción quedaría regulada y su calidad, dosis y alcances controlados.
La corrupción en la política y en los poderes públicos se vería mermada.
Los tentáculos de la represión para controlarlas o eliminarlas dejarían de infringirles a las gentes de bien efectos colaterales.
El liderazgo por parte de los Estados Unidos en esta guerra dejaría de ser un pretexto para inmiscuirse en el resto de países del mundo quebrantando su independencia y soberanía.

En definitiva, su ilegalidad se convierte en un fascinante reto para productores, comercializadores y consumidores. “Lo lícito no me es grato; lo prohibido excita mi deseo”, sentenció Otto Wagner. Y alguien más nos advirtió: “Lo prohibido tiene un sabor misterioso hasta que se hace costumbre”. Y eso es precisamente lo que no queremos.

Seamos serios, aceptemos de una vez que el fin de la guerra contra las drogas y sus catastróficas consecuencias comienza indiscutiblemente con su legalización.
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