Desde hace varios años, asistimos a una
explosión de nuevas asociaciones de personas usuarias de cannabis en el estado
español. No existen datos fiables, pero sabemos que este tipo de entidades,
creadas en su gran mayoría con el objetivo de poner en marcha cultivos
colectivos de marihuana, suman ya varios cientos. Gran parte de ellas están
concentradas en Cataluña, donde además se encuentran las más numerosas, que en algunos
casos han llegado a tener varios miles de miembros en poco tiempo.
Es precisamente en esa comunidad donde
se da con mayor intensidad un proceso de diferenciación que está llevando a la
creación en paralelo de dos tipos de clubes cannábicos. Al menos sobre el
papel, ambos modelos adoptan una misma estructura jurídica y dicen defender
fines similares. Sin embargo, esta similitud formal no consigue ocultar
profundas diferencias en su modus operandi, hasta el punto de que ya se habla
de los Clubes Comerciales de Cannabis, en oposición a los Clubes Sociales de
Cannabis.
El auge de los clubes cannábicos de todo
tipo, con iniciativas muy sonadas como la de momento frustrada plantacion de
Rasquera (Tarragona), ha obligado a mover ficha al gobierno autonómico
catalán, que ha anunciado la creacion de una comision para debatir, como
ya se esta haciendo en el Pais Vasco, una posible regulación de este tipo de
asociaciones. Ello está generando un importante debate en y entre las
asociaciones de personas usuarias de cannabis, que afrontan este proceso con
criterios dispares.
Las autoridades catalanas parecen ver
con buenos ojos el modelo de Club Social de Cannabisque promueve la Federacion
de Asociaciones de Personas Usuarias de Cannabis (FAC), basada en asociaciones
de tamaño modesto que autoproducen lo que consumen, pero no hay que olvidar que
los clubes más grandes no forman parte de dicha federación. Estos clubes, cuyo
funcionamiento se podría definir a grandes rasgos como “coffee-shops con
membresía”, están ganando influencia gracias a sus elevados presupuestos y a
sus vínculos con parte de la industria cannábica, y las autoridades catalanas
podrían acabar inclinándose por un modelo más masivo pero más fácil de vigilar:
Es mucho más barato controlar cincuenta asociaciones grandes que quinientas
pequeñas.
En este contexto, la FAC ha apostado por
seguir defendiendo el modelo de los Clubes Sociales, por entender que es el que
mejor permite la defensa de los derechos de las personas usuarias, la gestión
democrática y transparente, y la reducción de riesgos. Frente al peligro de
mercantilización de los clubes, que podrían acabar siendo pseudoempresas de
hostelería con carné, se reivindica un modelo que casi nadie se había planteado
hasta hace poco, pero que ha demostrado tener una serie de virtudes que lo han
convertido en referente a la hora de hablar de políticas de drogas justas y
eficaces.
Se hizo camino al andar
Aunque en muchos foros ya se habla del
“modelo español” para referirse a los llamados Clubes Sociales de Cannabis,
este modelo no se basa en ninguna regulación concreta, dada la inconcreción de
la legislación española sobre drogas ilícitas. En realidad, los clubes se basan
en el desarrollo paulatino de unos principios recogidos de forma fragmentaria
en la doctrina del Tribunal Supremo sobre el llamado “Consumo Compartido”.
Dicha doctrina no se refiere al cannabis, sino que se fue desarrollando, sobre
todo, en sentencias sobre grupos de personas usuarias de heroína y cocaína que
hacían compras conjuntas en el mercado negro para el posterior reparto dentro
del grupo.
Ello hace complicado el encaje del
cultivo colectivo de cannabis, dado que, a diferencia de lo que ocurre con las
sustancias mencionadas, el cannabis no se obtiene exclusivamente del mercado
negro, sino que es fácil cultivarlo por sí mismo, obligando para ello a
almacenar cantidades que, en general, se consideran susceptibles de ser
destinadas al tráfico ilícito. En efecto, se suele considerar que cualquier
cantidad que supere el consumo de unos cuantos días está, en principio, destinada
al tráfico.
Basándose en los principios del consumo
compartido, en su experiencia práctica, en distintas resoluciones judiciales
referidas a sus propias actividades, y en consultas con diferentes
instituciones, las asociaciones pertenecientes a la FAC han ido desarrollando
un modelo de funcionamiento de carácter democrático, sustentado en prácticas de
cooperativismo, autosuficiencia regulada, transparencia y fiscalización
pública, que conocemos como Club Social de Cannabis.
Sin embargo, esta fórmula no fue
premeditada, sino que se generó mediante la búsqueda de vacíos en la
legislación vigente. Tanto es así que, en un primer momento, a la iniciativa de
la asociación catalana ARSEC de organizar un cultivo colectivo para sus
miembros, se le llamó “la brecha Catalana”,* aludiendo a la idea de que ARSEC
estaba, de alguna manera, abriendo un hueco en el muro prohibicionista. No se
trataba tanto de implantar un modelo predefinido como de ver hasta dónde se
podía llegar en el marco legal actual, visto lo difícil que resulta modificar
los tratados internacionales sobre drogas.
Buscando el encaje legal
Los CSC se han ido formando a base de
rellenar los huecos que la legislación dejaba, huecos cuyas dimensiones aún no
están muy claras. Sin embargo, la doctrina sobre el consumo compartido
establece una serie de condiciones para que no exista delito: Debe tratarse de
un circuito cerrado de personas concretas y previamente consumidoras, ninguno
de los participantes puede lucrarse, y las cantidades distribuidas deben ser
para un consumo más o menos inmediato.
Estas condiciones, desde luego, no
despejan todas las dudas. Por ejemplo, ¿cuántas personas pueden formar parte
del circuito cerrado, visto que se trata de evitar la difusión indiscriminada
de la sustancia? Esta es una de las cuestiones que deben dilucidarse, pero está
claro que un círculo cerrado no puede ensancharse indefinidamente. En este
sentido, las gigantescas dimensiones de algunos clubes creados en los últimos
años generan dudas razonables. ¿Puede haber un circuito realmente cerrado con
10.000 miembros activos?
En todo caso, está claro que la
legislación española no permite en estos momentos ningún sistema de
distribución de cannabis de naturaleza comercial y abierto al público general.
Es decir, la apertura en España de un Coffe-Shop al estilo holandés sería
claramente un delito. Así que, descartada esa opción, el movimiento
antiprohibicionista se concentró en desarrollar el sistema de base no comercial
que mejor encajara con los intereses y necesidades de las personas usuarias de
cannabis. Sin estas limitaciones, la iniciativa normalizadora habría correspondido
desde el principio a los sectores empresariales y no a los activistas, de forma
que el modelo sería sin duda muy distinto y, en opinión de la FAC, mucho menos
satisfactorio desde el punto de vista del consumidor individual.
Sin negocio hay menos riesgos
Desde que se puso en marcha el primer
CSC, allá por 2001, se ha hecho evidente que este modelo permite cubrir
perfectamente las necesidades de consumo de los miembros, proveyéndoles de
cannabis de calidad controlada, a precios razonables, y al margen del mercado
negro generado por la prohibición. Desde luego, hay otros modelos que podrían
garantizar eso mismo, pero estos más de diez años de experiencia práctica han
puesto de manifiesto que el hecho de tratarse de un modelo no comercial ofrece
una serie de ventajas extra, especialmente notorias desde el punto de vista de
la gestión de los riesgos asociados con el consumo.
Por una parte, la ausencia de ánimo de
lucro reduce el riesgo de promoción con fines comerciales. Además, el hecho de
que un CSC sea un círculo cerrado donde se entra por invitación de un miembro,
no solo hace que la publicidad del mismo no tenga sentido, sino que además
genera entre las personas socias numerosos vínculos que normalmente no se dan
entre los clientes de un establecimiento comercial, sobre todo si son
esporádicos. Según hemos podido comprobar en diferentes asociaciones, estos
vínculos generan entre los miembros un sentimiento de comunidad que favorece
las conductas de cuidado mutuo y de formación entre pares, lo que contribuye a
la reducción de riesgos.
Además, las reducidas dimensiones del
colectivo, el mutuo conocimiento y confianza entre las personas socias, así
como la existencia de un registro exhaustivo e individualizado del consumo
individual de cada miembro, hacen que resulte más fácil detectar la aparición
de consumos problemáticos. Cuando se sospecha que el consumo de un socio o
socia está derivando hacia conductas problemáticas, se entabla un diálogo con esa
persona para hacerle consciente de los cambios detectados en su comportamiento
y pautas de consumo y se activa un protocolo, que en el caso de los clubes del
País Vasco incluye la participación de una técnico especialista en
drogodependencias contratada a tal efecto y que atiende gratuitamente a la
persona afectada, si así lo desea. No conozco ningún coffee-shop, bar, o
estanco de tabaco que ofrezca servicios similares.
Por otro lado, la legislación española
sobre asociaciones obliga a que el órgano supremo de decisión sea la asamblea
general de socios y socias, de la que se entra a formar parte desde el mismo
momento del ingreso en la asociación y ante la cual la junta directiva debe
presentar el balance económico y de gestión, que debe ser aprobado anualmente
en votación. Esto asegura un nivel de transparencia y una capacidad de
influencia de las personas usuarias que no serían posibles en una sociedad
mercantil, donde quedarían reducidas al mero papel de clientes. Y cuanto mayor
sea la escala de las empresas implicadas en la producción y distribución, más
difícil será el control sobre la sustancia y sobre los riesgos que provoca,
algo que salta a la vista si miramos el ejemplo de la industria del tabaco.
Hacia la autoorganización del
consumo
Recientemente, la sección vasca de la
FAC,EusFAC, encargó un dictamen jurídico a dos prestigiosos catedráticos de
Derecho Penal, Juan Muñoz (autor del anterior informe de 2001) y José Luis Díez
Ripollés, ambos de la Universidad de Málaga. En este informe, que aún no se ha
hecho público, se habla de los Clubes Sociales de Cannabis como formas de
“autoorganización del consumo” que no entran en el ámbito del delito ni cometen
infracción administrativa alguna mientras se atengan a ciertos límites ya
explicados anteriormente.
Desde luego, el informe deja claro que
en la actual legislación no cabe ninguna figura dedicada a la distribución de
cannabis que no pase por la organización democrática y participativa de las
propias personas usuarias a las que va destinado el cannabis. Mientras no
cambie el Código Penal y la interpretación que se viene haciendo del mismo, en
España no hay lugar para iniciativas en clave de negocio, como son algunos de
los “clubes” más grandes, por mucho que traten de disimularlo tras la fachada
de una asociación.
Díez Ripollés y Muñoz llegan a proponer
una fórmula jurídica concreta para los CSC: La creación de sociedades
cooperativas de productores y consumidores, prevista en la Ley 27/1999, sobre
Cooperativas. Estas cooperativas carecerían de ánimo de lucro y tendrían socios
ordinarios, socias de trabajo y socios colaboradores. El aprovisionamiento
debería llevarse a cabo en el mercado legal y la entidad debería fomentar, en
la medida de lo posible, el uso responsable por parte de sus miembros.
En la FAC nos decantamos claramente por
este tipo de fórmulas democráticas y no lucrativas, donde se busca un
equilibrio entre los intereses y derechos de personas productoras y usuarias,
en vez de otras modalidades donde lo que prima es el interés económico de una
minoría dedicada a la distribución de lo que otros producen y en general poco
preocupada por las consecuencias de lo que vende. Ya tenemos bastantes
productos sometidos a la dictadura de los llamados “mercados” y cada día están
más claras las desastrosas consecuencias de organizar la vida de los seres
humanos en torno al negocio y el beneficio. Ojalá consigamos que el cannabis se
libre de todo eso.
Noticia: http://www.fac.cc/index.php?option=com_content&view=article&id=177:mercant&catid=2:noticias
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