Frente al
canal Oude Zijds, en la zona roja de Ámsterdam, hay un pequeño coffeeshop
llamado Green House, a metros de la populosa Damstraat. Pasa desapercibido
entre los negocios porque de lejos sólo se ve una lona verde, que a diario
resguarda a cientos de fumadores de marihuana y hachís.
Está prohibido publicitar en las marquesinas de estos lugares. En la entrada, Sherdar, el encargado de seguridad, pide documentos a cada rato para evitar que entre alguien menor de edad. “También vigilo que no vengan "Camellos" de drogas duras. Si hay una inspeccion y alguien porta un gramo de cocaína, nos clausuran”, dice. Y más reglas: nada de alcohol ni cigarrillos adentro. Sólo se tolera, por una larga tradición local, armar porros con tabaco: “Pero mejor si los fuman fuera”, sugiere Sherdar.
Está prohibido publicitar en las marquesinas de estos lugares. En la entrada, Sherdar, el encargado de seguridad, pide documentos a cada rato para evitar que entre alguien menor de edad. “También vigilo que no vengan "Camellos" de drogas duras. Si hay una inspeccion y alguien porta un gramo de cocaína, nos clausuran”, dice. Y más reglas: nada de alcohol ni cigarrillos adentro. Sólo se tolera, por una larga tradición local, armar porros con tabaco: “Pero mejor si los fuman fuera”, sugiere Sherdar.
El local se
divide en dos barras. La primera ofrece café, té, jugos, licuados y bebidas; la
segunda, tan o más concurrida, tiene una carta de variedades de cannabis,
semillas y un microscopio para ver la cantidad y calidad de resina en la
marihuana, pequeñas gotas blancas o ámbar que garantizan el efecto certero.
“Por ahora nadie se quejó”, asegura Patrick, uno de los pocos holandeses detrás
del mostrador. La ecuación precio-calidad, agrega, hace que Green House sea tan
concurrido. El local fue abierto en 1997, pero conserva el espíritu de los
coffeeshops pioneros, hoy orientados al turismo, como Bulldog, el primero en
tener licencia, en 1975.
Lo que todos
tienen en común es lo fácil que se entabla charla entre desconocidos. Es lo que
ocurre en la última mañana de agosto, entre un inglés y una sudafricana
trenzados en una discusión sobre cómo fumar hachís. El primero insiste en la
extendida tradición de picar esa especie de dura plastilina marrón, producto de
la resina de las flores de marihuana, y mezclarla con tabaco. “Hay que ir
tostando el cigarrillo con el fuego hasta que pierda sabor a tabaco y después
mezclarlo”, indica. Ella ríe. “¿Y para qué? Yo lo fumo puro en pipa”,replica.
Cerca, en
otra mesa sobre la vereda, dos amigas que se reencontraron tras cinco años le
cuentan a este cronista que eligieron Ámsterdam porque está a medio camino
entre Suecia e Italia, donde viven. “Pasamos a fumar un porro antes de ir a
almorzar”, dice Anna, la sueca, de treinta y pico de años. Su amiga, Samanta,
pasa los 50 y duda de que la marihuana sea una droga. “Para mí, es sólo una
planta”, dice. Media hora después, Anna entra a preguntar si se puede comer.
“Tienen brownies”, le avisa a Samanta, quien aceptar gustosa hasta que oye toda
la oración: “Brownies con marihuana”.
En el fondo
de Green House, media docena de jóvenes polacos mira con atención el catálogo
con las variedades de marihuana y hachís. Uno de ellos se encarga de comprar la
variedad más cara y solicitada de este coffeeshop, bautizada Super Lemon Haze.
Es una cepa sativa, es decir, con efecto psicoactivo y ganó dos copas
cannábicas holandesas. El gramo cuesta 14 euros y 50 centavos. Otro pide
Cheese, una flor de cepa índica, con efecto narcótico y relajante. El grupo se
reúne luego a un costado del canal para oler lo que compraron. Están excitados
como si hubieran robado un banco.
Patrick
suele atender clientes grandes, como un ruso que llevó cuarenta paquetes,
alrededor de 200 semillas. “Los que compran grande también vienen de
Bielorrusia, Ucrania, Turquía, Egipto, Emiratos Árabes, Dubái. Países donde te
cortan las manos por tener porro”, dice Julián, un muchacho argentino que
trabaja hace un año en Green House. Su padre, cuenta, vino a visitarlo, pero no
quiso entrar. “Y eso que una vez vinieron las amigas de la novia de él, se
quedaron toda la tarde fumando y la pasaron bomba”, asegura.
Buenos
modales
Raquel
atiende la barra con la celeridad que exigen las bocas resecas y pide a los
clientes que guarden sus paquetes de cigarrillos. Desde hace dos años, dice la
joven andaluza, no sólo está prohibido fumar tabaco dentro de los coffeeshops,
también exhibir las cajetillas. “Por eso ponemos esos frascos con sustituto de
tabaco, son hierbas sin nicotina para mezclar con marihuana”, explica. Esta
prohibición y la del alcohol en 2007 beneficiaron la convivencia y las finanzas
de los 600 coffeeshops que hay en Holanda.
Según
comenta el encargado de seguridad, cuando se vendía alcohol solía haber algunas
peleas “de borrachos” dentro del local y se cerraba a las tres de la mañana,
ahora a la una. “Igual, la gente cuando fuma marihuana toma menos alcohol”,
aclara Sherdar, un luchador profesional al que le cae como un retiro este
trabajo, después de participar de la seguridad de recitales y discotecas.
A sus padres, ambos turcos, no les gustaba que trabajara en un coffeeshop porque creían que era un lugar peligroso. “Los traje, les mostré lo pacífico que es, el ambiente amigable y lo entendieron”, asegura.
A sus padres, ambos turcos, no les gustaba que trabajara en un coffeeshop porque creían que era un lugar peligroso. “Los traje, les mostré lo pacífico que es, el ambiente amigable y lo entendieron”, asegura.
La
prohibición de fumar tabaco resultó beneficiosa y saludable, concluye el
gerente de éste y los otros tres coffeeshops que posee Green House, porque los
clientes fuman más marihuana pura. “Y aquellos que no soportan el humo del
tabaco ahora se quedan a tomar algo, antes sólo compraban porro y se iban”,
explica Joachim Helms. Hoy se anima a dar su apellido, dice, porque por primera
vez en quince años en esta empresa, dedicada también a la investigación en
salud y el desarrollo de nuevas semillas, logró una estabilidad legal ante las
autoridades. “Igual no te la hacen fácil.”
Otra de las
reglas es no utilizar celulares y va por cuenta de la casa. “La gente atiende y
habla en voz alta, como si estuviera en un concierto. Además queremos evitar
que llamen a “Camellos” de drogas duras”, dice Helms.
Tampoco son bien vistas las cámaras, por los famosos. En el fondo del local, encima de unas máquinas para comprar sedas, encendedores y cigarrillos, se exhiben fotos, con consentimiento, de músicos y actores conocidos, norteamericanos en su mayoría: Burt Reynolds, Rihana, Paris Hilton, Eminem, Woody Harrelson, Wesley Snipes, George Clinton, Santana, Lenny Kravitz, Kevin Spacey, entre otros.
Tampoco son bien vistas las cámaras, por los famosos. En el fondo del local, encima de unas máquinas para comprar sedas, encendedores y cigarrillos, se exhiben fotos, con consentimiento, de músicos y actores conocidos, norteamericanos en su mayoría: Burt Reynolds, Rihana, Paris Hilton, Eminem, Woody Harrelson, Wesley Snipes, George Clinton, Santana, Lenny Kravitz, Kevin Spacey, entre otros.
¿Si alguien
se marea por la baja en el nivel de glucosa que produce la marihuana? “Agua con
azúcar o una cucharada de miel”, dice Kate, la joven polaca que acompaña a
Raquel en la barra. “No pasa seguido, pero pasa. A veces se ponen pálidos
porque se asustan, es un feo momento”, admite. Pero lo que menos le gusta es
limpiar los bongs, unas pipas con agua de 50 centímetros para fumar cannabis o
hachís. “Tienen un olor inmundo”, cuenta. Para usarlas hay que dejar una seña
de 10 euros. Son de vidrio.
Puerta de atras
En Holanda
es tolerada la venta de marihuana y semillas, pero sigue siendo ilegal producir
ambas. “El cannabis cae del cielo”, bromea Helms. Los coffeeshops pueden tener
hasta 500 gramos de estas drogas y sólo pueden vender cinco a cada persona por
día. En las décadas de los ’80 y ’90 eran pequeños cultivadores los que traían
las flores cosechadas en jardines de invierno, como se obtienen los tomates,
arvejas y flores en Holanda. Pero el panorama cambió por la persecución del
actual gobierno conservador a estos productores, lo que derivó en la
carterización del cultivo. Además, se prohibirá la entrada de extranjeros a los
coffeeshops a partir del próximo año, como ya ocurre en tres ciudades del sur
del país.
“Hoy nos
interesa mucho el modelo de los clubes sociales de cannabis en España porque
los usuarios obtienen marihuana de una producción legal, algo lógico, no como
ocurre acá”, dice Arjan Roskam, el dueño de Green House, también conocido como
el “Rey de la marihuana”.
Otra costumbre prohibida es la de comprar esquejes para el cultivar, como sucede en Austria, por ejemplo, donde se ofrecen en las tiendas temáticas o growshops, pero el comprador debe firmar un declaración en la que jura que no hará florar la planta. En Inglaterra pasa algo similar: es legal comprar semillas de marihuana, pero está prohibido germinarlas.
Otra costumbre prohibida es la de comprar esquejes para el cultivar, como sucede en Austria, por ejemplo, donde se ofrecen en las tiendas temáticas o growshops, pero el comprador debe firmar un declaración en la que jura que no hará florar la planta. En Inglaterra pasa algo similar: es legal comprar semillas de marihuana, pero está prohibido germinarlas.
El cambio de
proveedores de marihuana en los últimos años también trajo aparejadas las
quejas de los habituales como Steve, un “refugiado cannábico” de Estados
Unidos. “La yerba viene muy húmeda y la cosechan antes de tiempo. A los
cultivadores grandes sólo les interesa hacer plata”, dice este cartero
jubilado, sentado bajo la lona de Green House, mientras atardece sobre el canal
Oude Zijds. “Me fui en 1998, cuando ya estaba rondando la posibilidad de que
George Bush fuera presidente, ya entonces me olía mal. Me arrestaron tres veces
por fumar y no quería hacerme pasar por paciente para conseguir marihuana
medicinal en California”, cuenta.
Al lado de
Steve está Charles, un inversor neoyorquino que vino de vacaciones. Ambos
aseguran que la marihuana en Estados Unidos es mejor que en Holanda. “Si
conoces a un buen dealer conseguís el gramo a 15 dólares, más barato que acá”,
dice Charles. “La mayor parte de nuestra yerba crece al aire libre, no bajo
lámparas como en Europa. Acá la marihuana es de la ciencia, allá es de la madre
naturaleza”, compara Steve y luego se deleita recordando los años ’70, cuando
fumaba lo que se importaba desde México, Colombia y Tailandia.
A Steve le
preocupa la iniciativa gubernamental de prohibir que los extranjeros asistan a
los coffeeshop. “Hace casi 40 años que se puede fumar yerba acá libremente y
todos saben que sirvió para bajar rotundamente la cantidad de gente que se
pinchaba heroína. No entiendo por qué van a volver a atrás”, dice. De todas
formas, agrega, si la medida avanza, a él no lo va a afectar. “Es que no voy a
vivir acá si eso pasa”, dice, mientras arma un porro y busca a una de las mozas
para pedirle otra taza de café.
Emilio
Ruchansky
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